Cristina E. Lozano |
Los judíos, encabezados por el artículo determinado masculino plural que
apunta a un colectivo muy concreto, con un género bien definido, son
los protagonistas más mencionados de uno de los capítulos más negros de
la historia del viejo continente, al ser castigados sistemáticamente por
el régimen nazi. Pero también miles de mujeres, judías y no judías,
niñas, madres, abuelas, militantes políticas, médicas, abogadas, solteras,
casadas y lesbianas fueron víctimas de los horrores perpetrados en el
mayor campo de concentración y exterminio de Polonia. Algunas de ellas
se atrevieron incluso a combatirlos en el marco de los movimientos de
resistencia organizados dentro del lager de Auschwitz-Birkenau, Oświęcim-Brzezinka en la lengua del lugar.
Estas mujeres casi anónimas, para muchos desconocidas, quizá no
escribieron diarios de mocedad que muchos años después se convirtieron
en best seller, pero se dejaron la piel por intentar salir de
aquella infesta cárcel en la que fueron confinadas y, muy especialmente,
por hacer llegar al exterior información sobre lo que allí dentro
ocurría.
“Estábamos convencidas de que nunca saldríamos de aquel infierno, y
queríamos que el mundo supiera todo algún día”, explica Vera Foltynova,
una arquitecta checa judía arrestada por su militancia comunista que,
durante su estancia en el campo, trabajó en la oficina central de
construcción de las SS [cuerpo de combate de elite] desde dónde se las
arregló para sacar planos de sus instalaciones y dibujos de los
crematorios y cámaras de gas.
Foltynova, además de filtrar documentos, consiguió salvar la vida. Su testimonio fue recogido por Hermann Langbein en el libro People in Auschwitz
y su retrato cuelga hoy en una de las paredes del barracón número 15 de
Auschwitz I, un extremadamente ordenado complejo de barracones
visitables que dejan constancia del horror que allí se vivió, entre
otras cosas, y principalmente, para que en el futuro no vuelva a
repetirse.
Reclusas en Auschwitz-Birkenau./ Cristina E. Lozano |
Pero la imagen de la arquitecta no está sola en esa pared. La
acompañan otros rostros en blanco y negro, de compañeros y compañeras,
como Ana Giuseva, Janina Kowalczyk, Krystyna Cyankiewicz, Wiktoria
Klimaszeweka, Wanda Marossanyi y Antonina Platkowska. Todas ellas
formaron parte la resistencia organizada dentro de Auschwitz-Birkenau;
igual que Danielle Casanova, activísima comunista francesa de
ascendencia rumana arrestada por ayudar al filósofo marxista de origen
húngaro Georges Politzer, que tuvo que trabajar
como dentista en la enfermería del lager; y que Stanislawa Rachwalowa,
joven comunista polaca que, tras salvar la vida en el campo, fue
condenada a muerte por su actividad política en la cárcel de Montelupich
(sentencia que finalmente no se ejecutó). En la prisión de Cracovia fue
prisionera junto con María Mandel, la terrible supervisora de la
sección femenina de su campo quien, antes de morir, le pidió perdón por
todas las vejaciones a las que la sometió durante su internamiento,
según escribe Mónica González Álvares en Guardianas nazis: el lado femenino del mal.
En este inmenso campo de concentración y exterminio tampoco las
mujeres se libraron de las ejecuciones en masa. El 19 de marzo de 1942
tuvo lugar el primer asesinato colectivo de prisioneras. En total, 144
jóvenes originarias de Silesia fueron asesinadas con un tiro en la nunca
como castigo a su actividad dentro del movimiento de resistencia, como
recuerda un escrito que puede leerse en el pabellón que repasa la
historia del pueblo polaco durante la Segunda Guerra Mundial.
El prostíbulo de lager
Uno de los capítulos más desconocidos de la historia de
Auschwitz-Birkenau es el que hace referencia al prostíbulo en él
ubicado. Laurence Rees, historiador británico y editor de la BBC, ha
encontrado varios testimonios que sostienen su existencia, de la que
nada recuerdan los paneles explicativos del campo y que raramente se
encuentra en los libros.
En Auschwitz: los nazis y la “solución final”, un extenso
trabajo que la prestigiosa cadena de televisión hizo serie, Rees explica
que la mayor parte de las trabajadoras del burdel eran internas de
Birkenau y estaban obligadas a mantener relaciones con unos seis hombres
diferentes al día. “La experiencia de las mujeres de este prostíbulo es
una de las historias ocultas sobre el sufrimiento en el campos, y tiene
ciertas semejanzas con el caso de las de las mujeres de solaz coreanas,
sometidas abusos sexuales de los soldados del ejército japonés. Pese a
ello, las mujeres que trabajaban en el prostíbulo no parecen haber
despertado en su momento tanta compasión cuanto la envidia de los demás
prisioneros”, defiende el historiador.
Ryszard Dacko fue uno de los prisioneros que utilizó los servicios
de este barracón. Según él mismo ha relatado, mantuvo relaciones
sexuales con Alinka, una “muchacha muy agradable, que no se avergonzaba
de nada, le daba a uno lo que quería”. Él, que en 1943 era un bombero de
25 años, llevaba tres años y medio arrestado, “tres años y medio sin
una mujer”. Dacko tiene una opinión muy personal de las condiciones a
las que estas mujeres eran sometidas durante su estancia en el campo: “A
las chicas se las trataba muy bien, tenían buena comida, se les
permitía dar paseos. Sólo tenían que hacer su trabajo”.
Jozef Paczynski, que también pasó por una de las habitaciones del
burdel, detalló su funcionamiento. Primeramente los reclusos obtenían un
vale nazi para acceder al barracón y, una vez allí, pasaban un examen
médico. Tras la revisión, “participaban en un sorteo para ver a cuál de
las habitaciones de arriba (y por tanto a cuál de las prostitutas)
debían dirigirse y en qué orden habrían de hacerlo. Cada 15 minutos se
tocaba una campana como señal para que todas las prostitutas cambiaran
de cliente”.
Durante su visita, a Paczynski le tocó ser el segundo de la
habitación nueve que, como todas, tenía una gran mirilla en la puerta.
Cuando la campana sonó entró rápidamente a la estancia, donde encontró
al anterior preso aun subiéndose los pantalones. “Desgraciadamente fue
‘incapaz de funcionar’ después de ello, así que se sentó en la cama y
estuvo charlando con una ‘elegante y bonita muchacha’ durante el tiempo
disponible”, relata Rees.
El historiador sabe que la cuestión del burdel de Auschwitz es muy
delicada. En parte porque cuestiona la moral de los prisioneros que lo
utilizaron, pero también porque quienes niegan el Holocausto pueden
utilizar su existencia como argumento para reforzar la tesis de que
Auschwitz-Birkenau es un lugar muy distinto del descrito por la
historiografía tradicional.
Lesbianas en Auschwitz
Parece que la intención era que el prostíbulo contribuyera a la
desaparición de las relaciones homosexuales por parte de los hombres,
algo penado por la legislación nazi. La homosexualidad misma podía ser
motivo de internamiento en el campo, y a los reclusos arrestados por
esta causa se les obligaba a llevar cosido un triángulo rosa a sus
harapientos uniformes. Las lesbianas sin embargo no fueron catalogadas
como homosexuales dentro del lager. “Eran vistas como asociales
–personas que no se comportaban de acuerdo a las normas y que, por
tanto, eran susceptibles de detención e internamiento– pero sólo unas
pocas fueron hechas prisioneras por su condición sexual”, señala el United States Holocaust Memorial Museum.
Según esta fuente, en comparación con los hombres, los casos en que
las lesbianas fueron arrestadas por su condición sexual fueron raros, lo
que no quita para que mostrar abiertamente su sexualidad en el campo
resultara peligroso. “Las lesbianas sufrieron la misma discriminación
que el común de las mujeres, a quienes los nazis adjudicaban el papel de
esposas y madres”, señala la institución.
En este contexto, las lesbianas no fueron perseguidas
sistemáticamente durante el Tercer Reich, pues su actividad sexual no
estaba explícitamente penada por ley o, al menos, no tanto como en el
caso de los hombres. No obstante, sí que sufrieron penurias económicas
siendo obligadas a trabajar por salarios míseros durante la guerra, como
cualquier otra mujer. En este caso, al no compartir su vida con un
varón, no podían tener ese dinero de más que a las casadas les
reportaban los ingresos de sus maridos quienes, por el mero hecho de ser
hombres, recibían una retribución mayor.
Barracones de mujeres./ Cristina E. Lozano |
Infierno cotidiano en el campo
El común de las mujeres confinadas en Birkenau, donde se
establecieron una multiplicidad de barracones exclusivamente para
reclusas, no era ni activista, ni prostituta, ni lesbiana. Allí la vida
era dura, mucho más de lo que cualquier película puede recrear, y estaba
marcada por el hambre, el frío y la muerte. Tan pronto sus moradoras
llegaban allí su existencia se convertía en una pesadilla.
“Mi hermana y yo junto con todo el grupo fuimos conducidas hacia un
lugar donde nos ordenaron desnudarnos y dejar nuestras cosas. Nos
cortaron el pelo y nos afeitaron el vello de todo el cuerpo, nos
hicieron pasar a una habitación con duchas de desinfección y después,
mojadas y temblorosas, nos tiraron unos harapos y unos zuecos. Así nos
hicieron salir al frío nocturno. Sin pelo, cubiertas de harapos,
despojadas bruscamente de nuestra personalidad e identidad. Nuestro
aspecto era tan increíble que a Eva y a mí nos costó mucho
reconocernos”, cuenta Violeta Friedman en Mis memorias: [testimonio
dramático, lúcido y combativo de una superviviente del holocausto nazi].
Esta superviviente del campo, cuyo amargo testimonio sirvió para
condenar al dirigente nazi Leon Degrelle, recuerda las penosas
condiciones de su día a día en el lager: “La mayor parte del tiempo lo
pasábamos tiradas en nuestro jergones. Los barracones tenían dos hileras
de literas a lo largo de las paredes. Cada litera tenía tres pisos pero
el espacio entre ellos era tan pequeño que no se podía estar sentado.
En cada uno dormíamos 12 mujeres, unas en un sentido y otras en otro.
Sólo dos veces al día nos dejaban salir a las letrinas y al lavabo, pero
incluso aquello suponía un sufrimiento pues teníamos que ir todas a la
vez y había peleas por llegar antes. A veces me han preguntado cómo nos
las arreglábamos durante los días de menstruación. Lo cierto es que
ninguna de nosotras tuvo la menstruación mientras estuvimos allí”.
Friedman, una niña por aquellos días, habla de hambre, de que su
único sustento era una ración de pan de menos de 200 gramos con “una
pizca de queso podrido y viscoso”, y “una especie de agua caliente en la
que flotaban algunas cáscaras sucias de patata” que bebían directamente
de la olla, una por cada 12 personas. “Nos turnábamos para beber de la
misma forma que lo harían los animales mientras la arena y la tierra
rechinaban en nuestros dientes”, asegura. Con esta alimentación no tardó
en convertirse en una musulmana [término utilizado de forma despectiva para denominar a las prisioneras que estaban en los huesos, a dos pasos de la muerte],
“había llegado a ese estado esquelético en el que parece imposible que
una persona pueda aún tener aliento. Tenía grandes descarnaduras, una en
la boca y otra en un pie. Esa última etapa sobresale de una manera
especial en mi memoria sobre el resto. Ya sólo quería morir”.
Peor suerte que ella corrieron los varios cientos de mujeres,
mayormente judías, que fueron utilizadas como conejillos de indias
durante los experimentos de esterilización del ginecólogo alemán Carl
Clauberg, entre abril de 1943 y mayo de 1944, realizados en el bloque 10
de Auschwitz I. Algunas murieron tras recibir tratamiento, otras fueron
directamente asesinadas para practicarles autopsias. Las pocas que
sobrevivieron sufrieron daños irreversibles.
Artículo escrito por Cristina E. Lozano publicado en PÍKARA MAGAZINE
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