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16 de enero de 2014

Queerizar los planteamientos tradicionales de género y sexualidad

Ilustración Señora Milton

Excelente análisis de Beatriz Gimeno sobre género, prácticas sexuales y feminismo, publicado en la revista PÍKARA MAGAZINE

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Hace un par de semanas se publicaron en España dos estudios sobre la violencia de género en adolescentes y jóvenes cuyos resultados venían a demostrar que los adolescentes, ellos y ellas, son cada vez más machistas y no menos. Todo el mundo puso el grito en el cielo y recordó la falta de políticas de igualdad. Pero aquí convendría recordar que hace dos años Amnistía Internacional publicó un informe en el que denunciaba que en los países nórdicos, con décadas de políticas y formación igualitarias,  se sigue produciendo mucha violencia machista; tanta o más que aquí.  La realidad es que en Suecia el machismo es tan peligroso y violento como aquí. Así pues, tenemos que asumir que décadas de un cuasi feminismo de estado no parecen haber cambiado sustancialmente eso que Connell llama “el orden de género”.


El problema es que el orden de género es un mecanismo de una complejidad que parece inabarcable. Como dijo una vez Celia Amorós con una metáfora muy afortunada, el patriarcado es como la cabeza de Medusa, con serpientes en lugar de cabellos; cortas una y crece otra aún más fuerte. Las feministas tenemos a veces la sensación de que mientras estamos combatiendo una serpiente (por ejemplo, la de la desigualdad legal) hay otra que está engordando (la del lenguaje, por ejemplo); mientras nos volvemos a la del lenguaje nos crece la dictadura de la imagen corporal y cuando le damos un golpe a ésta parece engordarse la de la violencia machista; cuando legislamos contra la violencia machista entonces ésta se enmascara tras la violencia simbólica de las representaciones…y así vamos acumulando agotamiento y frustración.


Las expertas en economía feminista hablan de la realidad económica patriarcal como un iceberg del que sobresale la parte del empleo remunerado y del que queda oculta toda la parte del trabajo doméstico y de cuidado. De la misma manera, podemos decir que la construcción de las relaciones entre mujeres y hombres es otro iceberg con una parte visible -las relaciones determinadas por el comportamiento diferencial de género, incluida la sexualidad y los afectos- y otra parte invisible, relacionada con la manera en que se construye esa sexualidad y ese comportamiento: la construcción de la subjetividad, lo simbólico; las complicadas conexiones que atan este universo simbólico inconsciente a la identidad y a las construcciones de género, y éstas a los cuerpos. Cualquier cambio que busquemos provocar en las relaciones entre los sexos, será apoyado por las leyes y los cambios sociales en la parte de arriba del iceberg, pero necesitará también un cambio en la parte sumergida: un cambio en la sexualidad, en esa enorme construcción simbólica que se instala en las emociones, en las fantasías, en los cuerpos, en los deseos y placeres. Sin tener en cuenta esta parte invisible del iceberg, no podemos modificar  en lo sustancial las relaciones de género.


En las encuestas parciales realizadas en institutos, a las que he tenido acceso, se preguntaba a lxs chicxs por el sexo, y sus opiniones son demoledoras. Lo que estas encuestas indican es que, mientras muchas cuestiones relativas al comportamiento superficial de género están cambiando o, al menos, se muestran inestables, en lo relativo a las cuestiones sexuales la igualdad está retrocediendo claramente y se está conformando como un núcleo duro de diferenciación sexual. Tengo la impresión, además, que es en este aspecto, en el terreno del sexo, dónde en este momento se está refugiando una subjetividad patriarcal “dura” que se encuentra acosada en muchos ámbitos; este es el terreno en donde los chicos se sienten “chicos de verdad” y donde crece el uso de la pornografía más machista y de la prostitución. Es posible que sea en el terreno sexual donde los chicos y los hombres de los países occidentales, marcados por las conquistas feministas en lo social busquen ahora extraer eso que Donna Haraway ha llamado “plusvalía de género”. Si la plusvalía de género se extrae ahora del sexo… entonces el feminismo tiene que volver a preguntarse: “¿Qué papel ocupa la sexualidad en la opresión de las mujeres?”. En este sentido comparto la opinión de Ruby Rich cuando afirma que “es imposible dar demasiada importancia a la sexualidad como problema para las mujeres”.


“Está el feminismo y está el follar”, es una frase que leí hace un tiempo en un artículo de la feminista Lynn Segal. En él criticaba que el feminismo mainstream se ha olvidado “del follar”, de con quién, cómo, por qué; de cuestionar los profundos significados simbólicos asociados al follar. Segal se hace la siguiente pregunta: ¿Cómo puede un movimiento que tuvo su fuerza inicial y su inspiración en el radicalismo sexual de los 60, tener hoy tan poco que decir acerca de la sexualidad?  Desgraciadamente así es; la  corriente principal del feminismo no tiene hoy una agenda cuestionadora del heterocentrismo o el coitocentrismo, ni ofrece alternativa alguna a las representaciones sexuales ominipresentes, casi únicas, que se nos ofrecen en la televisión, el cine, la publicidad, en la cultura hegemónica en definitiva. Hemos construido un discurso público de igualdad al mismo tiempo que seguimos atadas a imágenes o prácticas sexuales de desigualdad. Intentamos educar contra el amor romántico y la dependencia, pero no hacemos nada para aprender o desaprender de la construcción generizada del deseo y de las prácticas sexuales.


El feminismo heterocentrado parece haber renunciado a tener una agenda sexual que pueda poner en cuestión ese enorme edificio tanto de la sexualidad material, las prácticas, como de lo simbólico: deseos, fantasías, emociones…, lo inexpresado. Al feminismo mayoritario le cuesta enfrentarse a la madeja de las contradicciones que conviven en el sexo; las mil y una experiencias dolorosas y placenteras, de creación de conocimiento, de fuente de poder y despoder.  Aunque seguimos afirmando enfáticamente que lo privado es político, la  sexualidad sigue siendo tratada como un asunto privado, cuando sabemos –gracias al feminismo, precisamente- que no hay un asunto más público; que la sexualidad nos rodea, nos moldea, nos forma, nos da entidad, nos asusta, nos empodera, está en el centro de nuestra personalidad, es un mercado global, crea conocimiento, injusticias, desigualdades y también placeres y felicidad.


Para el feminismo mainstream sigue siendo difícil tratar el sexo públicamente de manera crítica y por eso le resulta  muy complicado cuestionar el heterosexismo y el coitocentrismo, porque hacerlo podría poner en peligro el lugar privilegiado que ocupa respecto de otros feminismos. Y sin embargo sin cuestionar la división sexual del sexo, es decir, sin analizar críticamente los discursos dominantes sobre la heterosexualidad y las prácticas sexuales en las que claramente se distribuye de manera desigual las posiciones de sujeto y objeto, de hombres y mujeres, va a ser muy complicado conseguir la igualdad sexual.


La heterosexualidad no puede ser libre hasta que seamos capaces de dejar de pensar en términos de opuestos que se atraen, dijo Mariana Valverde; y así es.  La manera en que la sexualidad heterosexual se funde con los estereotipos de la masculinidad y de la feminidad hasta convertirse realmente en la base de la subjetividad masculina y femenina, deberían hacer pensar que sin un trabajo en ese sentido las serpientes seguirán creciendo en la cabeza de la Medusa.  La pregunta es:  ¿Cómo se cambian deseos, prácticas, placeres? Sabemos que el género adquiere su significado a través de la imagen básica de la heterosexualidad: la heterosexualización del deseo requiere e instituye la producción de oposiciones asimétricas entre lo femenino y lo masculino. El resultado es que las identidades de género están necesitadas y son dependientes de la producción de la “sexualidad” como estable, binaria y opuesta.


Y también sabemos que en el centro de todo se encuentra el coito; que el significado de masculinidad y feminidad está atado al simbolismo cultural del acto sexual reproductivo, y que de ahí surgen los significados culturales de masculinidad y feminidad. Muchas teóricas feministas han llamado la atención sobre el relativo despoder que se produce para las mujeres en los encuentros sexuales con los hombres. No se trata de que las mujeres heterosexuales se conviertan en lesbianas, no se trata de negar el placer que pueda proporcionar cualquier práctica libremente escogida y compartida, incluido el coito, pero negar que éste lleva asociado imágenes simbólicas de poder, cuando toda la cultura desde el lenguaje a las construcciones subjetivas personales, desde las guerras a las violaciones, desde los gestos amenazadores a los chistes machistas, demuestran que esta práctica se ha utilizado y se sigue utilizando como arma de dominio, es negar una evidencia. Porque éramos conscientes de esto es por lo que el feminismo de la segunda ola intentó pensar las relaciones sexuales fuera del coito heterosexual, como forma de combatir el heterosexismo.


Hoy, por el contrario, en la sexualidad que aprenden los y las adolescentes, no hay más que penetraciones orales, anales o bucales que los chicos hacen a las chicas.  El sexo para los y las adolescentes se reduce a un falo omnipresente que penetra cualquier orificio femenino y esta escena se representa como lo único que ella desea. El pene es obviamente en todas las representaciones culturales y en las prácticas de la inmensa mayoría de lxs adolescentes un símbolo de potencia y poder, literalmente el agente de control sobre la mujer. Quizá no sea correcto hablar tanto de una sexualidad masculina como más bien de una ortodoxia masculina de la sexualidad  cuyo centro sería el coito.


Enfrentarse a todo esto es complicado porque hay pocas cosas en el mundo, especialmente hoy, que reciban tanto refuerzo por parte de todos los poderes como las normas sexuales hegemónicas;  pocas cosas hay que se pretendan hacer pasar por naturales con tanta fuerza como la heterosexualidad. A los cuerpos se les dan o se les niegan significados mediante instituciones y discursos que dan valor a eso que es visto como “masculino” y “heterosexual” y que degradan “femenino” y “homosexual”. En la cultura occidental, al menos, vivimos en mundos de subjetividad donde las dinámicas de género, atadas a los imperativos de la heterosexualidad (o a nuestra resistencia a ellos) prevén las bases de nuestro sentido del yo, constituyen la certeza de lo que somos.


Y frente a todo esto el feminismo mayoritario ha creado mucha teoría de la construcción del género e incluso del deseo en abstracto, pero se echa en falta una teoría del deseo en relación con el cuerpo, del cuerpo deseante y del cuerpo como objeto de deseo. Y aquí nos encontramos con uno de los problemas fundamentales, y es que lo que hace crecer el deseo raramente tiene que ver con los deseos de una consciencia feminista. Necesitamos una teoría feminista  heterosexual que se enfrente al sexo BDSM, que hable de lo extrañas, peligrosas y perversas que son las fantasías sexuales; de cómo manejarse con deseos “no feministas” sin culpabilizarse por ello pero sin renunciar tampoco al placer.


¿Tiene el deseo algo que ver con el género? ¿Y las prácticas sexuales? ¿Hasta qué punto los deseos nos sitúan en una posición social u otra, hasta qué punto las prácticas sexuales pueden cambiar o marcar una posición social? ¿Cómo les explicamos a los chicos que abandonarse, entregarse, perder el control, pueden ser actitudes sexuales masculinas? ¿Alguien ha visto un chico femme?  ¿Alguien ha visto a una chica hetero que sea butch? ¿Qué hacemos con las chicas que tienen fantasías de sumisión o violación, de sexo en grupo, de penetración femenina? ¿Y con los chicos que creen que esas fantasías de poder asociado al sexo son el paradigma de las relaciones con las chicas?


Hace falta una agenda sexual feminista no vinculada exclusivamente con el movimiento queer o LGTB, que sí la tiene. Es entendible que las teorías de dislocación del sexo y la norma heterosexual provengan mayoritariamente de personas LGTB porque estas personas ya estamos en una posición descentrada que nos permite una mirada diferente, que nos permite experimentar con mayor libertad; por el lugar que ocupamos estamos mejor preparadas para introducirnos en debates acerca de la naturaleza del deseo y las políticas del placer. Pero las feministas heterosexuales tienen que insistir, como en los 60 y 70, en criticar las opresivas oposiciones que atan identidad de género a sexualidad, vía heterosexualidad. Todas las feministas podían, y estratégicamente debían, participar en los intentos de subvertir los significados de “heterosexualidad”, entendiendo que no se trata de abolir dicha práctica sino sus significados de desigualdad.


¿Puede ser queer el feministmo heterosexual? Puede y debe. Ciertamente que no es esperable un levantamiento de los seres humanos contra sus propias identidades de género, pero el feminismo heterosexual debería volver a ser crítico con el binarismo sexual de género porque el deseo heterosexual, cualquiera sea su forma, tiene la capacidad de ser tan queer o amenazante para el orden de género como sus alternativas. La heterosexualidad tiene que tener también una agenda sexual radical, descentrada y perversa para “el orden de género”. Para ello debe retomar la crítica al heterosexismo con fuerza, hablar mucho más acerca de la  diversidad y fluidez del deseo heterosexual y de las experiencias corporales; hablar de deseo, de todos los deseos, de cómo gestionarlos, de cómo aceptarlos, de cómo gozarlos, de cómo enfrentarse a los deseos más perversos, independientemente del género y siempre en el respeto al otro, a la otra.


Se trata de queerizar los planteamientos tradicionales de género y sexualidad, se trata de poner las prácticas sexuales en el centro de algunos de los discursos. Se trata de asumir que hay muchas heterosexualidades y que las experiencias ý posiciones sexuales son más fluidas de lo que cualquier representación puede capturar al hacer normas.  Se trata de cortar una serpiente que aun está casi intocada en la cabeza de la Medusa.

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