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23 de abril de 2014

Los espigadores y la espigadora

Artículo de Sonia Herrera y Suso López publicado en la Revista Pueblos 


Agnès Varda recogió en "Los espigadores y la espigadora" ("Les glaneurs et la glaneuse", 2000) la labor de decenas de personas que dedicaban su vida a recolectar entre la basura de las ciudades francesas. Han pasado 14 años desde que la directora gala rodara este documental y los testimonios e imágenes que conforman su relato se han convertido en estampas frecuentes en las calles y barrios de buena parte de las ciudades del Estado español. Son un fiel retrato de la globalización de la pobreza. El trabajo de Agnès Varda evidencia la capacidad del cine documental como herramienta de denuncia, en este caso de la exclusión social.


Agnès Varda (Bruselas, 1928) es una directora de cine conocida como una de las precursoras de la nouvelle vague. Desde que a principios de los años 50 firmara su primer trabajo, La Pointe-Courte, hasta nuestros días, su nombre como realizadora se encuentra detrás de más de medio centenar de títulos que combinan el cortometraje con el largometraje y la realidad con la ficción, pero siempre con un denominador común: la denuncia social. Ahora, con 84 años, abre, según señalaba en una entrevista al diario El País, una “tercera vida profesional” que dedica a la edición de vídeos y al trabajo de recuperación y restauración de películas propias y de las elaboradas por su marido, el también director Jacques Demy, integrante como ella de la nouvelle vague y fallecido en 1990.
 
El compromiso feminista de Agnès Varda está presente tanto en su obra como en su vida. “Yo soy feminista, lo fui y siempre lo seré”, reconocía en esa misma entrevista en el verano de 2012. Su oposición al patriarcado y su apuesta personal por la transformación social ya era evidente en 1977[1]: “Siempre me ha parecido que lo que tenían los hombres no era demasiado interesante, la guerra los muertos, los heridos (yo he vivido la guerra), la agresividad en el trabajo, en ganar dinero, el mandar… Nunca me ha interesado”. “Si las mujeres tenemos suficiente fuerza, y la tenemos, para cambiar las cosas”, añadía, “no es para ocupar la plaza de los hombres sistemáticamente; ser mujer es, entre otras cosas rechazar este circo que los hombres han montado como sociedad”.

En el año 2000 ve la luz Los espigadores y la espigadora, un trabajo en el que Varda parte de la experiencia de las antiguas espigadoras que repasaban los campos franceses con el objetivo de recoger los granos que quedaban tras la recolección de la cosecha para acercarse a la figura de los nuevos espigadores y espigadoras: los que rebuscan entre la basura o en los propios campos para encontrar todo aquello que otros desechan, ya sean alimentos, juguetes, relojes o televisores. Entre los nuevos espigadores y espigadoras hay quien lo hace por necesidad y para poder comer y quien busca con estas acciones luchar contra el consumismo feroz.

Tal como afirma Jean Breschand[2], “la realidad es inseparable de las meditaciones a través de las cuales la aprehendemos. Por eso puede decirse que las películas no revelan tanto la realidad como una forma de mirarla, de comprenderla”. Y en el caso de Agnès Varda, esta forma de mirar nos invita a pasear desde el cuadro de Las Espigadoras de Jean-François Millet al contexto socioeconómico y político europeo de principios del siglo XXI tanto en el mundo rural como en el urbano, sin abandonar en ningún momento la crítica sobre la realidad mostrada.

A través de este viaje, del relato metareflexivo en el que nos sumerge, Agnès Varda retrata la cotidianidad y revisa el modo en el que se nos transmite la pobreza (con más lagunas y estereotipos que realidades) y ésta se inserta en nuestro imaginario, describiendo de forma muy personal el contexto que rodea a la exclusión social y situando a la mujer en el centro de la historia a pesar de que ésta no hable solamente de mujeres. Así, tal como expresa Aida Vallejo[3], la directora pone el énfasis de la narrativa en “la mujer que mira, la mujer que narra, la mujer que vemos y la mujer que muestra”.

Varda, a través de su propia presencia participante ante la cámara (como si de un proyecto etnográfico se tratara) y de una cuidada puesta en escena, visibiliza una realidad a la que a menudo cerramos los ojos, situando el compromiso y la denuncia en el centro del relato. De ese modo la directora da testimonio y nos ayuda a comprender la condición humana en la precariedad, en esa precariedad donde nos coloca un modelo económico y político cruel que arrincona los derechos sociales y enaltece la especulación, la corrupción, la producción exacerbada, el malbaratamiento de alimentos o el fraude fiscal, entre otras prácticas “poco” éticas, humanas y sostenibles. Según explica Vallejo: “En Los espigadores y la espigadora Agnès Varda ofrece esa perspectiva que subvierte la construcción de una mirada exclusivamente masculina, tanto en la construcción del sujeto que guía la acción como del objeto que aspira a conseguir. En primer lugar, su relato está narrado por una mujer. Ella misma encarna a la heroína de la historia, lo cual lleva a activar los procesos de identificación del espectador/a y a compartir sus deseos y sus metas”.

Los espigadores y la espigadora desenmascara a la vez dos grandes ilusiones que han eclipsado el espíritu crítico de la sociedad durante mucho tiempo: el cine como medio alienante y de puro entretenimiento y el Estado del bienestar, que realmente en muchos países occidentales se tradujo en Estado de consumo y “darwinismo social”. Así, el documental de Varda se convierte en una herramienta ética de visibilización, de lectura crítica y de denuncia. ¿Pero qué tiene que ver la realidad francesa del año 2000 que retrata Agnès Varda con la situación que se vive actualmente en el Estado español? ¿Podemos encontrar espigadores y espigadoras en nuestras calles?

Las cifras de la crisis

Una de las consecuencias más evidentes de la crisis económica que afecta al mundo capitalista desde 2008 es la globalización de la pobreza y la exclusión social. Sea cual sea el país del que hablemos hay una serie de dinámicas comunes que tienden a perpetuarse. Óscar Mateos, en su artículo “La hegemonía cultural (a propósito de Margaret Thatcher)”, recoge dos aspectos muy ligados a la problemática que aborda Agnès Varda en Los espigadores y la espigadora y que son el objeto de análisis de este artículo: “aumento espectacular y cronificación de la pobreza y de la exclusión social e incremento de las desigualdades sociales (disparando la brecha entre las rentas más altas y las más bajas)”.

Las cifras que presentan diferentes informes y estudios avalan lo delicado de la situación y demuestran cómo las políticas de austeridad letal (esas que llegan siempre, como señala Josep Ramoneda[4], “después de periodos en que, desde los mismos lugares en que ahora se apela al rigor y a la virtud, se ha estado invitando al consumo sin límites”) nos dirigen hacia un escenario en el que la vulnerabilidad ciudadana crece, el empobrecimiento de la población se dispara y la pérdida de derechos básicos de la ciudadanía es cada vez más evidente. El VIII Informe del Observatorio de la Realidad Social de Cáritas describe el momento que estamos viviendo como “la consolidación de una nueva estructura social donde crece la espiral de la escasez y el espacio de la vulnerabilidad”.
 
El análisis cuantitativo de la situación en el conjunto del Estado español refuerza esta idea. Según datos de la Encuesta de Condiciones de Vida (ECV) y de la Encuesta de Población Activa (EPA), ambas del Instituto Nacional de Estadística (INE), la tasa de pobreza en el Estado español pasó del 19,7 por ciento de los hogares en 2007 al 21,1 por ciento en 2012, lo que equivale a un crecimiento del número de personas pobres que va desde los 8,9 millones de 2007 a los 10,5 millones de 2011.

El desempleo en España se situó en octubre de 2013 en el 26,7 por ciento, según datos de Eurostat (12,1 por ciento es el dato medio de la zona euro). La tasa de paro juvenil fue del 57,4 por ciento, lo que significa que 972.000 jóvenes de entre 16 y 29 años se encuentran sin empleo. Estos datos se agravan al comprobar que el paro de larga duración, personas que llevan más de dos años en situación de desempleo, se agrava y afecta en mayor medida a las personas mayores de 50 años y a la juventud.

El informe de Cáritas también hace hincapié en el elevado número de personas que se encuentran en situación de pobreza severa. Los datos de 2012 duplican a los registrados en 2007. En estos cinco años la cifra pasó del 3,5 por ciento de la población al 6,4 actual, lo que en números absolutos significa alrededor de tres millones de personas.

A pesar de que no existen datos cuantitativos que determinen el número de personas que cada noche buscan comida entre los restos de la basura en el Estado español, sí es una imagen de la que los medios de comunicación, tanto estatales como internacionales, se han hecho eco de manera frecuente en los últimos tiempos. Así, en diciembre de 2010 el diario La Vanguardia titulaba “La crisis eleva el número de personas que buscan comida en los contenedores”. En la misma línea, el diario Público, en agosto de 2012, motraba el testimonio de varias personas que esperaban al cierre de los supermercados para recoger alimentos en un reportaje titulado “Tengo que buscar en la basura para llegar a fin de mes”. También el New York Times se hacía eco de esta situación en un reportaje sobre el problema del hambre en España bajo el título “Spain Recoils as Its Hungry Forage Trash Bins for a Next Meal”, publicado en septiembre de 2012.

Esta situación contrasta con la cantidad de comida que cada año acaba en la basura. Según datos del Ministerio de Agricultura y Alimentación son más de 7,7 millones de toneladas de comida las que cada año se tiran en los contenedores españoles. En el conjunto de Europa, según recoge un informe de la Comisión Europea, las pérdidas o desperdicios de alimentos alcanzan los 89 millones de toneladas al año. Es decir, entre un 30 y un 50 por ciento de alimentos sanos y comestibles se convierten en residuos. Mientras esto sucede, los bancos de alimentos no dan abasto y cada vez son más las personas que en nuestra sociedad, como en el documental de Varda, se ven obligadas a espigar y rebuscar entre lo que otros desechan para poder comer.

Ellas, las espigadoras: mujeres y exclusión social

Al igual que Varda o incluso Millet, en este artículo también se ha buscado poner el acento en esas mujeres mostradas, en las “espigadoras” o, como escribió Pedro Guerra en una de las letras de su álbum Hijas de Eva, en ellas, “las más pobres entre los pobres”. Porque, ¿cómo ha afectado la crisis a la acentuación de la feminización de la pobreza en España?

Lo explicaba excepcionalmente Kirsten Lattrich en su artículo[5] “El trabajo de las mujeres y la crisis económica. La respuesta feminista”: “En los países europeos afectados por la crisis son las mujeres las que se están llevando la peor parte. El desempleo femenino está creciendo de manera imparable, mientras las condiciones laborales de las que sí tienen un puesto de trabajo se están precarizando cada vez más. En España, la reforma laboral está surtiendo efecto, desprotegiendo aún más a las que ya de por sí partían de posiciones más desfavorecidas. Y es que las políticas neoliberales de recortes no son neutras en términos de género”.

Según el informe de Cáritas citado anteriormente, “las mujeres siguen siendo el rostro más visible de las situaciones de pobreza y exclusión”. Así se desprende de los datos del Eurostat, que sitúan la tasa de pobreza de los hogares monomarentales (el 90 por ciento de los hogares formados por un adulto y menores a su cargo están sostenidos por mujeres) en el Estado español en 38,9 puntos en el año 2011.
En la misma línea, el segundo informe elaborado por la federación de Entidades Catalanas de Acción Social (ECAS), Desigualtats i pobresa en un entorn de crisi, sitúa la tasa de riesgo de pobreza de las mujeres en Cataluña en el 20,3 por ciento (18 por ciento en el caso de los varones), tasa que se eleva hasta el 28,6 en el caso de las menores de 16 años. Los datos para el cómputo del Estado español no son más halagüeños, ya que la tasa de riesgo de pobreza femenina se coloca en el 22,4 por ciento (21,1 para los varones). En cambio, en el conjunto de la Zona Euro la cifra desciende hasta los 17,6 puntos. Por otro lado, las mujeres de más de 65 años son el sector de población con más privaciones materiales, seguidas por el resto de mujeres de otros grupos de edad.

Si bien sabemos que el aumento global de estos datos se debe a la fuerte crisis económica que nos afecta desde 2008, ¿a qué se deben específicamente las diferencias entre las tasas de pobreza femenina y la masculina? ¿Por qué la pobreza afecta de forma diferente a hombres y mujeres? ¿Qué factores relacionados con el género inciden en la probabilidad de ser pobre?

La respuesta no está exenta de complejidad, ya que no existe una sola causa. La feminización de la pobreza está relacionada con una amalgama de factores y discriminaciones de género que tienen que ver, por ejemplo, con la invisibilidad del trabajo doméstico no remunerado, la discriminación laboral y salarial de las mujeres, la división sexual del trabajo, la dificultad de acceso a los recursos materiales y sociales (capacitación, educación, trabajo remunerado, etc.) y la desigualdad en el acceso a los mismos respecto a los varones, su exclusión de la toma de decisiones políticas y económicas… Y la lista continúa. La falta de autonomía económica o la violencia machista son dos factores más que afectan al riesgo de sufrir pobreza. Tanto la carencia de ingresos propios como el aislamiento y la dificultad para acceder al mercado de trabajo que experimentan muchas mujeres víctimas de violencia de género repercuten directamente sobre la probabilidad de ser pobre.

Nuevos significados, posibilidades de transformación

Sin lugar a dudas, Agnès Varda es una de las directoras que mejor ha sabido recolectar y espigar con su cámara todas aquellas realidades que para la mayoría pasan inadvertidas, dirigiendo la mirada hacia contextos ante los que habitualmente se sigue mirando hacia otro lado y construyendo nuevos significados desde la propia subjetividad.

Pero ella, que ha incluido la denuncia y la crítica en la mayor parte de sus trabajos, sabe mejor que nadie que el cine documental no es una mera recolección de imágenes y circunstancias, sino que puede colaborar activamente en la búsqueda de posibilidades de transformación y en la visibilización de la injusticia social en todas sus variantes, dando voz a aquellos (y especialmente a aquellas) que sistemáticamente han sido apartados del relato y de la historia. Han pasado más de diez años desde que se rodó Los espigadores y la espigadora y su vigencia, a pesar del tiempo transcurrido y de las diferencias existentes (o más bien, las similitudes latentes) entre Francia y España, resulta abrumadora e incluso angustiante.

La crisis, la vulnerabilidad, las mal llamadas “políticas de austeridad” y la precarización nos están golpeando con fuerza. A las mujeres con especial rigor. Sin embargo, a menudo, nadie pone el foco en ellas ni se demandan datos segregados ni se discute la responsabilidad de los medios en el mantenimiento del statu quo. Hace poco la periodista y escritora Olga Rodríguez[6] se preguntaba lo siguiente en un artículo: “Y entonces…, ¿para qué nos habíamos hecho periodistas?”. Nosotros, a la luz del trabajo de Agnès Varda como ejemplo de buena práctica cinematográfica, nos preguntamos: Y entonces…, ¿para qué se hicieron cineastas?
¿Puede el cine documental ser pura neutralidad y asepsia ante la pobreza, la discriminación y la injustica? ¿O podemos (y debemos) exigirle una responsabilidad respecto a la realidad que refleja? Dar respuesta a esa pregunta quizás sea harina de otro costal, pero tal y como afirmaba Nichols[7], la reflexividad “no tiene por qué ser puramente formal; también puede ser acusadamente política”.

Sonia Herrera Sánchez (sonia.herrera.s@gmail.com) es comunicadora audiovisual y especialista en educomunicación, periodismo y conflictos armados y género. Suso López (susolpz@gmail.com) es comunicador audiovisual y especialista en gestión de la comunicación política.
Publicado en el nº 60 de Pueblos – Revista de Información y Debate, primer trimestre de 2014.

NOTAS:
    1. Entrevista de Esther Ferrer a Agnes Varda en El País, 23 de abril de 1977: “Agnes Varda y la fuerza vital femenina”. Disponible en www.elpais.com.
    2. Breschand, Jean (2004): El documental: la otra cara del cine, Paidós.
    3. Vallejo Vallejo, Aida (2010): “Género, autorrepresentación y Cine documental. Les glaneurs et la glaneuse de Agnès Varda”, en Quaderns de Cine, nº10.
    4. Ramoneda, Josep (2013): “Breve historia de la austeridad. Una reforma política podría revivir la idea de futuro y dar impulso psicológico a la sociedad”, en El País, 24 de abril de 2013. Disponible en www.elpais.com.
    5. Lattrich, Kirsten (2013): “El trabajo de las mujeres y la crisis económica. La respuesta feminista”, en Pueblos – Revista de Información y Debate, nº55.
    6. Rodríguez, Olga (2013): “Y entonces…, ¿para qué nos habíamos hecho periodistas?”, en www.eldiario.es (12/11/2013)
    7. Nichols, Bill (1997): La representación de la realidad: cuestiones y conceptos sobre el documental, Paidós.

13 de abril de 2014

Políticas feministas contra la violencia sexista vs. Políticas gubernamentales

Begoña Zabala González
Artículo de Begoña Zabala Gónzalez, abogada feminista, publicado en Viento Sur.

Un quehacer importante del movimiento feminista, desde siempre, ha sido y está siendo la lucha contra la violencia sexista. Cuando se produce la expresión más brutal de ésta, que es el asesinato, la preocupación y la indignación crece. Ayer mismo moría en Medina del Campo una joven de 32 años a manos de su expareja, que le disparó tres veces con arma de fuego y la dejó en coma. Hace la víctima número 18 del año, según fuentes de los medios, asesinadas por sus parejas o exparejas. El año pasado fueron 54 en total, según datos del Ministerio, lo que supone una cifra parcial relativamente inferior.

Estos datos, con lo parciales e insuficientes que son, han hecho sonar las alarmas. Se interpreta que la situación que vivimos, llamémosla de crisis, puede estar disparando estas cifras de asesinatos por violencia de género. Es lo que tienen los números. Cuando se comparan producen sus efectos, tranquilizadores o de alarma. En realidad los cincuenta y cuatro casos del año pasado ya me parecen suficientes como para alarmarse. Pero sobre todo, para hacer unos análisis serios sobre los nueve años que han pasado de vigencia que cumple la Ley Orgánica de Medidas de protección integral contra la violencia de género.

Solo con estos titulares, voy a hacer dos reflexiones que me vienen a la mente, para apostillar las políticas gubernamentales y resaltar las prácticas y políticas del movimiento feminista. Necesitamos, desde el movimiento feminista, preguntarnos y contestarnos sobre lo que está pasando en los ámbitos de la violencia sexista, sobre todo para saber responder a esta extrema agresión que sufrimos las mujeres, justo en el momento en el que se dice que se está avanzando en igualdad. ¿Será que no se avanza tanto? ¿Será que el paradigma igualdad no es un correlato de la violencia machista?

Definición de violencia sexista

Para tranquilidad de las estadísticas y de los números, la vigente ley codifica el termino legal de violencia de género, limitando su ámbito de comprensión de forma extremada. No solamente es un problema semántico o de lenguaje jurídico, que se apropia –y a la vez expropia al movimiento feminista- de un término de larga tradición para acuñar un significado propio, sino que su muy particular interpretación va a distorsionar la realidad contada, así como la intervención institucional. Porque no debemos olvidar que la ley anuncia ya desde su título que va a tomar medidas cuando se produzca esta violencia de género, y en todo caso, para que no se produzca la misma. Es decir su foco lo dirige de forma casi unívoca a la violencia de los hombres contra las mujeres –pueden excepcionalmente ser víctimas también los hombres- cuando se da dentro del ámbito de una relación de pareja sentimental o afectiva, aunque ésta haya cesado.

Asi que tranquilidad, pues los 18 asesinatos de este año podían ser más, si contamos realmente a las mujeres asesinadas como consecuencia de la dominación masculina. Lo que siempre se ha llamado violencia sexista o machista o de los hombres contra las mujeres, o de género. Se excluye de un plumazo a todas las mujeres que no tienen o no han tenido relación “afectiva” con el agresor. El relato nunca será contado en sus términos para ignominia de las mujeres afectadas.

¿Y tiene esto realmente consecuencias en los casos concretos? Obviamente en el campo penal, criminológico, tema que preocupa de forma extrema a la propia ley, es definitorio. Ninguna de las medidas que se contemplan, y se consideran preventivas, -para prevenir más violencia pues en alguna medida ya se ha producido violencia cuando se pone en práctica la protección-, se pueden tomar si no es un supuesto definido por la ley como de violencia de género. Por supuesto, el tratamiento al agresor también es importante, ya que la violencia de género es una violencia cualificada para el sistema penal, en las penas y en el tratamiento. Siempre ponemos como el ejemplo el caso del asesinato de Nagore Lafagge, en Iruñea, un 7 de julio, cuando se negó a mantener relaciones sexuales con el que la asesinaría, que no fue considerado siguiendo literalmente la letra de la ley, violencia de género.

Denuncia de los casos de violencia sexista

Se ha criticado abundantemente el tratamiento por parte de la ley de la violencia sexista como un tema exclusivamente penal, policial, desde las políticas criminológicas. Esta consideración, además de focalizar de forma exagerada la violencia más tangible y visible, y muchas veces la más repudiable, desde luego, articular todas las medidas de alrededor y todo el actuar para su prevención y la resolución de los casos.

También sitúa a las mujeres como víctimas y como tales van a ser atendidas, y sobre todo van a ser protegidas, en su consideración de una víctima sin capacidad de decisión y con necesidad de protección. No tenía por qué ser así, pues se puede ser víctima de otras formas. No hace falta mirar muy lejos para ver la gran presión y protagonismo –e incluso la actividad y participación política beligerante- que otras víctimas, organizadas incluso en asociaciones varias, ejercitan a diario.

En este itinerario legal-policial-penal, que casi es el único al que reconducen a las mujeres, hay una figura estrella absolutamente necesaria para poner en marcha los mecanismos de intervención protectora o de prevención: la denuncia judicial. Pero no solamente opera como mecanismo jurídico imprescindible y necesario, sino que publicitariamente y mediáticamente, digamos que divide aguas. Todas nos acordamos de aquella campaña institucional, realizada desde Madrid, que terminaba diciendo “termina con esta lacra, es muy fácil, sólo tienes que marcar un número”. ¿Qué sensación de culpabilidad y de tonta integral te puede quedar si ni siquiera eres capaz de marcar un número de teléfono?.

Así también cuando los hechos más dolorosos se producen y acaba en asesinato, la primera averiguación es saber si había denunciado, si tenía medidas especiales de protección y si las cumplía a rajatabla. Parece que esto es un previo “sine qua non” para calibrar la culpabilidad del sujeto. Total para deducir que en un número importante de casos, a pesar de todos los pesares, y de haber presentado varias denuncias, el asesinato se termina produciendo.

Además, esto de la denuncia opera de forma muy contradictoria, pues a veces resulta que las mujeres retiran las denuncias. Por muchas razones que no vamos a entrar ahora a analizar, que tienen que ver en la mayoría de los casos con la dificultad del propio proceso, y de los procesos penales en general, y su burocracia, o con la búsqueda de fórmulas alternativas que pasan por no acudir a las vías penales. Tema por cierto que se ve con mucha frecuencia en otros ámbitos del campo penal y otros jurídicos y se reciben con aplauso, en pro de soluciones negociadas. Pues bien, cada vez que se descubre que una mujer ha retirado una denuncia, se equipara esto mecánicamente a “denuncia falsa” y por eso la retira, o “denuncia presionada”, para obtener otros beneficios, quién sabe cuáles.

A menudo el movimiento feminista ha terciado en este debate. Judicializar y penalizar hasta el extremo el tema de la violencia sexista entre parejas o exparejas, sin analizar todo el complejo camino que hay detrás, para ver las soluciones, está oscureciendo la naturaleza de la propia violencia. Hay un camino muy sinuoso y sutil de violencia de género, que no se puede detectar por mecanismos policiales y judiciales, ni mucho menos solucionar. El continuum de esta violencia, inicia su itinerario en una relación de dominación con violencia casi imperceptible, más en el campo de la violencia simbólica, que debe ser analizado y sobre todo sancionado y atajado, con otros mecanismo diferentes. El análisis tiene que ser más profundo y complejizado. No estamos simplemente ante un asesino del peor calibre, pues antes de convertirse en esto, han pasado muchos episodios de violencia que si no se resuelven con medidas y derechos para las mujeres que los están sufriendo y viviendo, llevarán de forma inequívoca al final del asesinato.

Es por esto que la respuesta a la violencia sexista, en todas sus dimensiones, no puede ser, ni se puede reducir de ninguna de las formas a la denuncia y a los ámbitos judiciales. Llevamos años analizando los mecanismos de dominación masculina, el sexismo y la violencia y el papel que juega en la perpetuación del sistema heteropatriarcal. Y este es el primer paso obligado para poder tomar medidas en contra de las violencias concretas. En esta explicación y en esta lucha, no está resultando buen aliado un sistema legal que no tipifica bien a la violencia sexista; que judicializa de forma exagerada los casos de violencia en pareja; que trata de proteger a la víctima como si de una menor se tratara, sin capacidad de decidir; que no le concede instrumentos –derechos- para su defensa autónoma y para su supervivencia; y sobre todo, que no interviene de forma eficaz en contra de las relaciones de dominación masculina y su imaginario simbólico, que naturalizan la sumisión de la mujer, como primer paso para la violencia. No es la igualdad del paradigma de desaparición de la violencia sino el empoderamiento, individual y colectivo de las mujeres.

Fuente fotografía: http://www.harimaguada.org/conferencias-de-las-jornadas-por-el-derecho-a-una-vida-deseada-digna-y-saludable/